
El 1 de enero de 1828 se completó la tragedia que había arrancado un día antes en Sucre, la capital de Bolivia.
El día anterior, 31 de diciembre de 1828, el presidente Pedro Blanco había sido capturado por hombres encabezados por el coronel Manuel Armaza que lo encontraron en el fondo de una letrina, magullado y cubierto de porquería humana. En aquellos años, cuando las ciudades todavía no tenían redes de alcantarillado, las letrinas se levantaban sobre hoyos profundos, si estaban en la planta baja; pero, si el cuarto se ubicaba en un piso superior, se aprovechaba la altura para que el foso sea todavía más alto. Allí cayó Blanco cuando se enteró que había estallado una revuelta militar. Allí, en el fondo del foso de la letrina, fue encontrado por los hombres de Armaza.
Era la expresión gráfica del grado de degradación al que había caído Bolivia en sus primeros años, pero lo peor todavía estaba por venir. El presidente de Bolivia, el tercero de su historia, después de Bolívar y Sucre, iba a ser cruelmente asesinado en las siguientes horas.
Debido a que no existen demasiados datos de lo sucedido en aquellos días, resulta valiosa la versión que Moisés Alcazar publicó en 1956:
“Al día siguiente, primero del año 1829, muy de madrugada, el general Blanco fue trasladado al Convento de la Recoleta, mole maciza de anchas paredes y sinuosos pasadizos, donde habían sido encuartelados los dos regimientos del motín. El traslado del prisionero obedecía al propósito de mayor vigilancia para contrarrestar los trabajos de liberación iniciados por sus amigos y partidarios. Tales precauciones no impidieron el pronunciamiento popular, porque, a media noche, grupos de embozados se encaminaron sigilosamente al vetusto edificio con el propósito de rescatar al malherido gobernante. Previendo los acontecimientos, el coronel Armaza había sido categórico en su orden, reiterada esta vez al capitán Basilio Herrera: fusilar al prisionero al primer intento de evasión o ayuda popular. Hasta la pequeña y angosta celda ocupada por Blanco llegó el confuso rumor de sus partidarios y los disparos con que se iniciaba la acción del rescate. Saltó de la cama el prisionero, y sin tiempo para vestirse, intentó ganar la puerta. Sorprendido en el corredor por el capitán Herrera y los soldados de la guardia que estaban sobre las armas, fue restituido a empellones a su calabozo, agregándole a las heri das del día anterior, un tiro de fusil disparado a quemarropa.
"A los disparos y al ruido de las voces —escribe el historiador Alcides Arguedas— acudieron al sitio Armaza y Ballivián, siempre sobre aviso. Al enterarse del suceso, cegados por el despecho y la cólera, penetraron a la celda y desenvainando sus hierros acribillaron implacablemente a estocadas al hombre desnudo, herido y desarmado, eligiendo de preferencia el rostro y el pecho para herir... Cayó al suelo Blanco y allí se ensañó Vera....
(…)
"Exacerbáronse Ballivián y Armaza —afirmó el historiador Iturricha — como se enfurece el toro a la vista del trapo rojo, y desenvainan do sus aceros, descargaron sobre el infortunado general furiosos golpes de mandoble, turbia la mirada, enajenados..."
“Cayó la víctima herida de muerte. Si aún se debatía en los últimos estertores, la remató el coronel Manuel Vera. Otro tiro ‘oficioso’ dio en el cadáver de Blanco "y quedó en una de las paredes de la celda la huella de una mano empapada en sangre. Después, el silencio que sigue a la muerte y el grito de la conciencia que acusa...”.
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