Rey de España y emperador del sacro Imperio Romano Germánico. Fue, sin duda, el monarca más poderoso de la cristiandad, vencedor de herejes, infieles y toda clase de enemigos, referencia para cualquier gobernante durante muchas generaciones posteriores. Desde luego así es como Carlos V vivió, pero no fue así como murió.
Pasó los últimos meses de su vida apartado y escondido del mundo en el Monasterio de Yuste y sumido en una profunda depresión por el gran fracaso que entendía que había supuesto su vida. Carlos se fue a Yuste como una forma de desaparecer del mundo.
Eligió un rincón alejado para poder expiar sus pecados y ahogar sus remordimientos sin que nadie pudiera dar con él.
Yuste fue, en realidad, un escondite donde quiso ocultarse un hombre terriblemente deprimido.
Carlos I dijo basta a los 58 años; las fatigas, las penurias y los innumerables viajes que realizó lo degastaron terriblemente.
Se calcula que uno de cada cuatro días de su reinado lo pasó viajando.
Estas continuas idas y venidas le habían dejado muy maltrecho.
Se retiró a Yuste buscando huir de sus decepciones y de todo asunto de este mundo y poder centrarse en preparar su alma para bien morir.
Tan solo distraía su rutina con un par de curiosos pasatiempos. Le gustaba la música, especialmente los coros religiosos, y acostumbraba a presenciar los ensayos del coro infantil. Otro pasatiempo que desarrolla en sus últimos años fue el de relojero. Aficionado a la mecánica, disfrutaba de los intrincados mecanismos de relojería y pasaba largos ratos montando y desmontando relojes y examinando su funcionamiento.
En sus últimos meses su estado físico fue decayendo con rapidez, y fue necesario que le ayudaran a caminar o incluso que lo transportaran de un sitio a otro en un sillón con ruedas. El embajador Veneciano Badoaro hizo en 1557 una descripción de la decrepitud de Carlos: “los dientes de delante son escasos y cariados; su tez bella; su barba corta, erizada y canosa . Los miembros de su cuerpo bien proporcionados. Su complexión flemática y naturalmente melancólica. Padece continuamente hemorroides y con frecuencia le ataca la gota en los pies y en el cuello, por cuya enfermedad tiene ahora las manos roídas
El capítulo final de su vida se inició cierto caluroso día del verano de 1558. Carlos se encontraba en el jardín del Monasterio, cuando un mosquito le picó, el insecto en cuestión era portador del virus del paludismo o malaria y contagió al Emperador. Esta nueva complicación supuso el golpe de gracia a su delicada salud. Cuando hubo de guardar cama y estuvo claro que no saldría adelante, se apresuró a terminar sus asuntos y a disponerse a bien morir. Dio sus últimas instrucciones, añadió algunas cláusulas finales a su testamento y convocó a Fray Bartolomé de Carranza, arzobispo de Toledo, para que le asistiera en su adiós. El prelado confortó su espíritu con hermosas palabras de consuelo.
Tras cerca de un mes de fiebres y padecimientos, murió en Yuste a los 58 años, cansado y destrozado moralmente. Cuando entregó su alma sostenía firmemente en sus manos un tosco crucifijo de madera, era el mismo con el que había muerto su mujer Isabel de Portugal .
Sus instantes finales nos son conocidos por el testimonio de quienes lo acompañaron en su último suspiro: “estando para expirar dijo al arzobispo de Toledo que le declarase algunos versos del salmo de Profundis, y estando ya sin habla y peleando con la muerte súbitamente dijo como respondiendo a alguno que le llamaba “ya voy Señor” y dijo con tan gran voz como si estuviera sano “Jesús”, y con esta santa palabra acabó la vida para comenzar la que siempre ha de durar “.
Así murió el gran emperador Carlos; fue el último rey medieval y el primer soberano moderno. Creador e impulsor de un Imperio que habría de dominar el mundo durante bastante tiempo. Él, sin embargo, murió ahogado en la sensación de un gran fracaso.
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