"El que a hierro mata, a hierro muere." Nunca estas palabras resonaron con tanta brutalidad como en la comunidad de Sepulturas, Puna. Hilarión Huaylla Espinosa, un hombre de 68 años, fue devorado por las llamas en medio de una multitud furiosa que lo acusaba del brutal asesinato de su propia esposa e hijo.
Lo que comenzó como un llamado de justicia terminó en un horror indescriptible, dejando tres cadáveres y una sombra de dolor que no se disipará.
Todo comenzó en las instalaciones policiales de la región. El viejo Hilarión aguardaba su audiencia cautelar, acusado de asesinar de manera espantosa a su esposa, Alejandra Mamani, de 62 años, y a su hijo, Ismael Waylla Mamani, de 33 años. Ambos habían sido hallados casi decapitados en el interior de su hogar, en una escena que no dejó lugar para la piedad. La comunidad, al enterarse del crimen, exigía respuestas inmediatas, pero la supuesta ausencia del representante del Ministerio Público incendió los ánimos ya caldeados.
La turba, poseída por la sed de venganza, irrumpió en la estación de Policía como una tormenta violenta, arrancando a Hilarión de las celdas. La furia colectiva lo llevó hasta la plaza de la población de Belén-Tres Cruces, donde, bajo el sol moribundo de la tarde, comenzó el macabro ritual.
El anciano fue atado y sometido a una lluvia de golpes. Cada puñetazo, cada patada, parecía un intento desesperado de exorcizar el dolor, de arrancar con violencia una justicia que ya no tenía cabida en la ley.
El clímax de la barbarie llegó cuando la turba, sin vacilar, roció al anciano con gasolina. Sus ruegos se perdieron entre el ruido ensordecedor de los gritos, y un solo fósforo encendió el infierno.
Las llamas, incontrolables, devoraron su carne envejecida, mientras su cuerpo, reducido a cenizas, se retorcía en un último intento por aferrarse a la vida. Nadie intervino, nadie lo detuvo. Era la furia hecha fuego, la justicia desbordada en el dolor más primitivo.