En pleno desierto, el Dakar es una de las carreras más desafiantes y extremas del mundo, prueba de ello es que a lo largo de los años se ha “normalizado” la muerte de un número descabellado de pilotos, aficionados y mecánicos. La naturaleza arriesgada de la carrera, que se lleva a cabo en terrenos difíciles y en condiciones climáticas extremas, contribuye a su complejidad y peligrosidad. Las medidas de seguridad mejoran, pero las muertes no descienden.
Además de la reciente muerte del motociclista Carles Falcón, la lista de fallecidos de manera directa o indirecta es de 74 personas en 46 ediciones, según datos recopilados por la agencia internacional EFE, una cifra de casi dos víctimas al año.
Y lo peor de todo es que no son solo los pilotos los que compiten en una finísima línea entre la vida y la muerte. Espectadores, periodistas y otros trabajadores de la prueba también han sido víctimas de la brutalidad de una carrera que sigue sin cuestionarse. Son 46 vidas de espectadores o trabajadores las que se ha cobrado el Dakar desde el año 1981.
Desde los más pequeños, como el caso de la niña de 10 años que fallecía en 1988 tras ser atropellada en una travesía de la ciudad maliense de Kita, hasta personas mayores, como el caso de Henri Mouren, farmacéutico de 72 años fallecido en 1987 mientras conducía un automóvil de apoyo. El Dakar no entiende de edades ni nacionalidades. Es el caso del espectador español Tomás Urpí, que falleció a los 24 años en 1996, como consecuencia de las heridas sufridas por un fuerte accidente de coche en las proximidades de Raba.