Me encontré con Fernando Botero en Madrid el 17 de febrero de 2021. Fue una casualidad, porque yo no tenía ni idea de que estaba allí. Como tenía condición de invitado, ingresé al Palacio de Cibeles por una puerta lateral, así que tampoco vi los tremendos letreros que anunciaban la exposición de algunas de las más importantes pinturas del artista colombiano.
Me lo encontré en los salones a los que no tengo idea de cómo llegué. Estaba ahí, en 67 grandes obras que resumían sus 60 años de trayectoria. Cuadros de gran formato divididos en siete áreas, “Versiones” (de pinturas de los grandes maestros), “Vida latinoamericana”, “Naturaleza muerta”, “Religión”, “Circo”, “Acuarela sobre lienzo” y “La corrida”.
Era mucho para ver, demasiado para disfrutar y, en los casos de bestias como yo, abrumador para comprender.
Tener la obra resumida de Fernando Botero era un privilegio que pocas ciudades se podían dar, pero el Ayuntamiento de Madrid no solo se dedica a la política, así que, con frecuencia, financia iniciativas como esa. Visitar la muestra, en los salones de exposiciones temporales CentroCentro, demandaba todo el día y, según supe al salir, costaba 12 euros. Como ya había consumido buena parte del día, tuve que revisar prioridades: o veía solo los cuadros de un área o checaba la mayoría a vuelo de pájaro. Opté por lo primero, aunque sabía que perdería mucho.
Desde luego, la sección que elegí fue “La corrida”. Tener la posibilidad de hacerme retratos junto a algunos de los cuadros más famosos de Botero sobre tauromaquia fue algo a lo que no me pude resistir.
La primera sensación que tienes frente a un gran cuadro de Botero es de pasmo. La explosión de colores es contenida por los bordes bien definidos de las formas y te provoca alegría. Eso fue lo que sentí frente a “Rafaelín y su mujer”, una de sus más recientes pinturas, en la que, pese a no estar en el centro, la figura principal es la de un torero, un “mataor”, que posa junto a su esposa, una mujer tan españolísima que usa una peineta y mantilla en la cabeza, que serían el sello de la escena de no mediar un detalle importante y, ese sí, está en el centro: la cabeza disecada de un toro que, muerto físicamente y muerto de pena, mira a los laterales con sus ojos no tan muertos.
El contraste sensorial, del goce estético provocado por la mescolanza equilibrada de colores al encuentro inesperado con la muerte, es apenas una de las muestras del contrasentido de la corrida de toros, una actividad que alguna vez se llamó deporte y tiene divididos a los españoles aún ahora, tan entrado el siglo XXI. España es uno de los países en los que las corridas alcanzaron sus mayores expresiones, pero las plazas de toros están cerradas desde hace algunos años. El activismo en defensa de los derechos de los animales, que, en este caso, tuvo a la pandemia como poderoso aliado, ha conseguido frenar una tradición secular que movía millones y millones de pesos, primero; pesetas, después, y euros, hasta hace poco. Ciudades como Sevilla, que tenían buena parte de su economía asentada en las corridas, no están conformes e intentan reponerlas, año tras año, pero fracasan después de sordas batallas.
Como se sabe, Botero era un admirador de la tauromaquia y defensor acérrimo de las corridas. Para él, aquello no solo era tradición y cultura, sino, fundamentalmente, una forma de vida que comenzaba en las haciendas, donde se criaba a los mejores toros para luego ponerlos en la arena donde se jugarían la existencia frente al torero. Y Fernando quiso ser uno, pero, cuando tomó las banderillas y la capa y pisó la arena, no alcanzó a mirar la mirada suplicante del toro porque le abrumó el público, convertido en ensordecedor monstruo que aprisionaba el escenario. Desde entonces, comenzó a pintar corridas y se convirtió en el Botero que creó el “Boterismo”.
Fernando Botero Angulo murió el 15 de septiembre recién pasado en el Principado de Mónaco y lo hizo amando las corridas de toros, una pasión de la que nunca se arrepintió, pese a todo lo que ha cambiado en la percepción del maltrato a los animales. Yo, Toro de nombre y vocación, percibí ese amor en aquella exposición tan bien armada en el Palacio de Cibeles, en Madrid.
Fue una montaña rusa, o española, de sensaciones contrapuestas porque pasaba de la euforia del color a la omnipresencia de la muerte, magnificada en los cuadros del arrastre de esas grandes bestias, ya vencidas, retiradas pesadamente de la arena, con la sangre apenas pintada que avisa que están muertas.
Quise aprovechar el momento y me hice autofotos. Elegí una, para los perfiles, en la que estoy junto a “Ganado”, un cuadro con poco color y mucha muerte porque es precisamente la parca la que cabalga un toro con rostro de hombre que pasa por encima de un torero muerto. Lo hace triunfante, porque ha logrado escapar de las garras de la muerte, a la que saca a paseo. Parece una representación del mismísimo Botero que dejó esta vida, pero ahora cabalga victorioso en los lomos de la inmortalidad.
..........
Señor Lector, este es solo un reporte. La información completa está en la edición impresa de El Potosí.