Golpeado por las desilusiones de ese año, el corazón de Simón Bolívar se detuvo al promediar las 13:00 del 17 de diciembre de 1830.
La enfermedad lo sorprendió cuando viajaba a Cartagena de Indias, donde quería embarcarse rumbo a Europa, en un exilio que halló como única salida al acoso al que lo sometieron sus enemigos políticos.
Para entonces, Bolívar se había convertido en el objetivo principal de los criollos que, tras la expulsión de los españoles, se apoderaron de los espacios de poder en sus respectivos territorios. Caos, conspiraciones y codicia habían convertido a las antiguas capitanías e intendencias en países que habían caído en manos de la gente equivocada. A tanto había llegado la angurria que, incluso, se tramó y ejecutó crímenes. Antonio José de Sucre había sido asesinado el 4 de junio, en una emboscada que era claramente el resultado de una conspiración.
Bolívar nació en una familia rica y era el heredero de una gran fortuna. Todo lo sacrificó para financiar los gastos de una guerra que, finalmente, consiguió expulsar a los españoles, pero no llegó a consolidar su objetivo: el surgimiento de una patria grande, conformado por los territorios que liberó. Por el contrario, incluso la gran Colombia llegó a dividirse y las naciones resultantes cayeron en manos de gamonales y terratenientes que, así, conservaron sus privilegios. Eran los políticos de entonces, antecesores de los corruptos que gobernaron, y gobiernan, nuestros países.
Con un catarro mal curado, la salud de Bolívar se había deteriorado, pero él, ocupado en los problemas que surgían en todos los territorios liberados, no le prestó atención. Todo le vino encima en 1830 y, cuando estaba rumbo a Cartagena, su comitiva debió desviarse a Santa Marta por el agravamiento de sus males. Llegó a esa población sin imaginar que allí encontraría a la muerte.
La ingratitud logró lo que el imperio español no pudo: matar al Libertador.
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