Bolivia nunca fue un terreno fértil para la empresa privada debido a su convulsionada vida política. Desde el inicio mismo del país, quienes gobernaron fueron los militares. El voto, que llegó después, fue simplemente la expresión de una minoría. En esas condiciones era imposible hablar de democracia.
Aun cuando se impuso el voto universal, la realidad política no se modificaba. La llegada de los civiles no cambió mucho las cosas y los gobiernos se sucedieron unos tras otros. Algunos llegaron al poder mediante las armas, otros por el voto.
Mientras las caras de los gobernantes cambiaban constantemente en Bolivia, la empresa privada se desarrollaba en países vecinos como Argentina y Chile. En este último, al que vemos como adversario a causa de nuestro enclaustramiento, se desarrolló una fuerte oligarquía debido a que ese país gozaba de estabilidad.
Bolivia puede hablar de una estabilidad relativa —porque tuvimos esporádicas asonadas— recién a partir de 1982, cuando un gobierno elegido en las urnas asume el mando y luego lo va entregando, consecutivamente, al sucesor constitucional. Las cifras demuestran que las empresas privadas lograron desarrollarse recién en este periodo.
Entre 1982 a 2006, esas empresas crecieron discretamente pero más por la estabilidad que por los incentivos. En general, Bolivia es un país con una normativa tributaria abusiva y los privados deben pasar por peripecias para poder crecer. Los gobiernos neoliberales no incentivaban las inversiones, porque se limitaban a cobrar impuestos. Los gobiernos departamentales y municipales tampoco hicieron mucho al respecto. Las alcaldías, por ejemplo, podrían exencionar tasas o impuestos municipales a quienes instalen fábricas o empresas productivas, pero no lo hacen. También se limitan a cobrar.
En ese panorama vimos crecer a la empresa privada de manera incipiente, muy pero muy distante a la de Argentina o Chile. Sus condiciones empeoraron cuando Evo Morales asumió el mando de la nación.
Autoproclamada como “socialista”, la administración —o sucesivas gestiones— de Evo Morales se mostró a favor de los trabajadores y en contra de los empresarios a los que se ajustó más que nunca. Como sus antecesores, no incentivó las inversiones, pero se afanaba en cobrar impuestos. Peor aún, ajustó el sistema impositivo de tal manera que Bolivia se convirtió en el país de las multas… un infierno tributario.
Al margen de esa y otras condiciones desventajosas, el gobierno asumió una política salarial más populista que socialista. Optó por decretar incrementos por encima del crecimiento económico anual y eso afectó directamente en la economía de las empresas. Por si eso fuera poco, se creó una figura única en su género, el pago de un sueldo número 14 que no se justifica económicamente y ahora es más conocido por su otro nombre, doble aguinaldo.
Esas medidas aparentemente populares no son beneficiosas para los trabajadores, como es su primera percepción, sino todo lo contrario. Mientras los empleados ven incrementar sus ingresos, las empresas sufren el efecto contrario y optan por salidas desesperadas: los despidos o, peor aún, el cierre.
Si se cierra una empresa, no se puede pensar en un segundo aguinaldo porque no se tendrá ni siquiera el primero. Es más... se pierde incluso el sueldo y se cae en uno de los mayores males sociales, el desempleo.
Por ello, cuando atravesamos tiempos de incertidumbre debido, principalmente, a la escasez de dólares, es momento de pensar en medidas que, por una parte, alivianarían la carga tributaria sobre la población y, por otra, dinamizarían la economía.
La baja de los impuestos podría ser una medida orientada en ese sentido.